Viajar (y leer) para contar

2022-06-25 02:46:28 By : Mr. Johnny Jin

Rubén Arias interpela a la realidad por medio de una serie de cuentos inquietantes que consolidan el género en La Pampa. La epopeya de los poceros cobra nueva vigencia.

A lo largo de la historia se ha tratado de definir tanto la poesía como el cuento, considerando sus diferentes formatos y concepciones; incluso se ha llegado al punto de redactarse decálogos para su escritura. En el terreno cuentístico, que ya tiene su tradición en nuestra provincia, se adentra el escritor Rubén Arias, oriundo de Quemú Quemú, con su libro Hojas y heridas, de reciente publicación.

Esta obra delata una doble virtud, la paciencia de la creatividad literaria y la experiencia que brinda recorrer el mundo. El lector (o lectora) enfrentará una serie de cuentos que muerden en la realidad, en la vitalidad de los acontecimientos cotidianos pero que, a su vez, evidencian el sedimento de las lecturas y la construcción de sentidos. Se destacan referencias simbólicas como Butch Cassidy, alias de Robert LeRoy Parker, Sundance Kid, alias de Harry Longabaugh, o Chet Baker, el trompetista y cantante de jazz.

Hemos aprendido que el territorio se hace relato (Zumthor: 1993). El autor en la trascendencia del verbo situado (estar-siendo) halla arraigo o anclaje, por lo tanto se constituye el paisaje cultural (Pablo Heredia: 1994) que retroalimenta los imaginarios de la comunidad. Al poner en palabras una región se recrea siempre el lugar fundacional. Entonces se plasma una cosmovisión y se relata, que, de acuerdo al apotegma de Tolstói: “Describe tu aldea y serás universal”, propende a la proyección de una obra que identifica y a la vez rebasa las fronteras geopolíticas.

Arias recorre la provincia y recoge historias, las convierte en ficción; aunque sus personajes de papel se mueven más allá de los límites provinciales. En las tramas del opúsculo irrumpen otros escenarios: Pergamino, Cholila, Villa Mercedes, Paraguay, Bolivia o La Ceiba (Honduras).

Relatos en los que interactúa la realidad, los deseos y la violencia. Textos cortos pero contundentes, con atmósferas densas y en plena tensión, con escenas casi cinematográficas. Su lectura rememora, de alguna forma, aquella sentencia de Roberto Arlt: “libros que encierran la violencia de un cross a la mandíbula”. Finales abruptos, situaciones asfixiantes, hechos extremos que se van sucediendo en las páginas y recrean, en el propio campo de la literatura, todas las posibilidades de la vida, la cual transcurre entre las relaciones individuales y colectivas.

La literatura es un fenómeno intertextual. Un autor remite a otro autor, una obra dialoga con otra obra. El cuento “El jagüel de Segundo Alfonso” se viene a sumar a la serie literaria que ha ido resignificando nombre a nombre, anécdota a anécdota, el escritor e investigador Walter Cazenave. En su trabajo Campo pampeano (FEP, 1994) reclamaba que la historia de los poceros no estaba esbozada o rescatada. Hablaba, incluso, de “la epopeya de los poceros en La Pampa”, refiriendo algunos ejemplos: Vicente Canero, Pedro Arosteguesor y “Pedro el Bárbaro”. En dos hojas profería razones y argumentos, además de datos técnicos, sobre la habilidad de los poceros vascos, italianos y españoles.

En el libro Once aguas, publicado por la Editorial Voces de la CPE en 2015, Cazenave retoma y reivindica en varios cuentos la prosapia de aquellos “obreros silenciosos y fundamentales al desarrollo de La Pampa”. Esos pioneros son rescatados del olvido, son vueltos a narrar para el apuntalamiento de la memoria fundacional. Por lo tanto, se alinean en la letra de molde: Félix Berazategui, Ramón Melideo, Erasmo Rodríguez, el vasco Iraola, Juan Villegas, Casimiro Lucero, Zaldarriaga, Montes, Juan Franchuk, los trágicos protagonistas de “El pozo de las tres muertes”; retorna a “Pedro el Bárbaro”, cita también a Juan Pagano y Guarín (datado en General Pico, ¿1963?).

Resaltábamos la intertextualidad, así como también podríamos hacer pie en la literatura comparada, pero no hay mejor ejemplo cuando los mismos textos dialogan y registran elementos y épocas que conforman un espacio y tiempo sociocultural.

En los textos de Cazenave como en el cuento de Arias se enumeran elementos y materiales que corresponden al ámbito laboral de los poceros. Se resaltan los pozos, sean de balde o zumbadores, como obras de arte o de ingenio; asimismo la profundidad (hasta 147 metros), el riesgo y la valentía para adentrarse en un hoyo abierto a pico y pala.

De esa manera, además de la atmósfera de los sucedidos, las cuasi fábulas que rodean la historia de los poceros (“leyenda de diablos y ánimas escuchada en boca de poceros viejos al calor del fogón”, como refiere Cazenave), se enuncian “tablones de caldén”, “roldanas”, “poleas”, “pelota o balde de cuero”, “piedra mora”, entre otros instrumentos y objetos. No obstante, también se resalta la ayuda del caballo, tanto izando la pelota de cuero como el catre con el que asciende y desciende el pocero al pozo. Otro atributo es el trabajo del ayudante alumbrando con el espejo para reflejar la luz del sol desde la boca del pozo.

El pocero (o los poceros) hundidos en las entrañas de la tierra, paleando contra las piedras, la arena, la arcilla y, muchas veces, acuciados por la falta de oxígeno, tenían como destino ir más abajo de lo posible en pos del agua, y a su vez, ojear la boca del pozo (“Segundo miraba hacia arriba y veía el cielo del tamaño de un anillo”, infiere Arias).

La epopeya que reclamaba Cazenave sigue vigente en los cuentos emergentes de poceros. Ese mito, esas experiencias extremas o límites, están brillantemente contenidas en una línea de Arias. “La vida se abría en forma de pozo oscuro y profundo”.

* Sergio De Matteo - Colaborador

“El jagüel de Segundo Alfonso”

Segundo Alfonso llegó hasta la estaca que marcaba el lugar donde debía cavar, limpió de jarillas unos metros y fue sacando arena hasta que quedó marcada la zona del pozo. Para evitar que se desmoronase, cubrió con cemento el borde, un círculo de un metro y veinte centímetros marcaría  el brocal del jagüel.

Regresó al lugar a los pocos días y volvió a sacar arena, excavaba siempre hacia la derecha, bajando en forma de espiral. Trabajó toda la jornada hasta que calculó que ya tenía dos metros de profundidad. Al día siguiente se dedicaría a calzar el hoyo con maderas de caldén, cortadas en cuatro caras perfectas, obra de algún hachero de oficio. Una vez colocadas las vigas, el pozo tomó forma cuadrada, ahora estaba asegurado y podría continuar bajando.

Vivía con su familia en el Oeste pampeano, donde solo hay jarillas, alpatacos y un silencio apenas roto por el viento, que sopla y sopla levantando arena y yuyos secos. Si alguien quisiera vivir más allá de Santa Isabel, debería primero bajar a muchos metros por las entrañas de la tierra, para ver de encontrar agua que le permitiese criar chivos, la única manera de subsistir en ese lugar.

Volvió al pozo con Carlitos, su hijo mayor, él lo ayudaría en adelante. La arena que iba sacando la colocaba en un cuero de vaca atado por las cuatro puntas a una soga. Cuando estaba lleno, con una señal, el muchacho hacía caminar al caballo y así sacaban la tierra de la perforación. Por días solo encontró arena, cada dos metros la calzaba con los postes de caldén. Tendría suerte si seguía así, quizás encontrasen agua pronto.

A los veinte metros Segundo se encontró con piedras sueltas, por varios metros más se dedicó a quitarlas de su camino y las sacaba con la pelota de cuero. A los treinta metros todavía sin rastros de humedad, siguió desenterrando solo piedras. Conocedor de su oficio, sabía que lo que sobran son obstáculos, la tierra no da el agua a quien no lucha por ella. Cincuenta metros de profundidad y el pozo era una boca oscura. Carlitos lo iluminaba con un espejo que reflejaba el sol y lo orientaba hacia abajo.

Cuarenta días después de haber empezado aún no había encontrado señales de agua, bajaba cada día sentado en la hamaca de cuero atada con la soga a la cincha del caballo. Manso, el animal iba y venía por la misma huella para que la soga no se saliera de la roldana que colgaba sobre el pozo. Ochenta metros, Segundo miraba hacia arriba y veía el cielo del tamaño de un anillo.

Carlitos alumbraba al padre, siempre atento a las señales de la soga, un tirón, sacar la pelota, dos tirones, parar, tres tirones, sacar la pelota hasta arriba y sin detenerse. Las piedras sueltas se habían convertido ahora en roca sólida, Segundo seguía cavando en espiral, pero esta vez con el pico, rompiendo la roca y arrojando los guijarros dentro del cuero.

Se estaba poniendo difícil, la roca no terminaba y Segundo seguía intentado a fuerza de cuña y maza. El pico rebotaba en la piedra. Sabía que algunos la habían dinamitado y así se facilitaba el trabajo, pero él no contaba con explosivos. Debía seguir con lo que tenía. Por días y días bajaba al fondo para empuñar la maza, sacaba esquirlas de roca, las juntaba en una lata de duraznos y las arrojaba adentro de la pelota, mañanas enteras para llenar el cuero. Sus manos ya endurecidas, volvían a ampollarse y sangrar.

El agua era esquiva, cada jornada Segundo medía con una plomada la profundidad. Esa tarde midió noventa metros. Preocupados, volvieron para la casa. Cuántas veces el agua no aparecía y se abandonaban las perforaciones. Los sesenta días de sacrificio serían inútiles si no encontraban algo de humedad que los alentara a seguir.

Cien metros. La roca se había terminado por fin y ahora era arcilla lo que debían  extraer. Una mancha de humedad a un costado le causó alivio a Segundo, por allí habría una vertiente y tenía que aprovecharla. Consiguió caños y los fue metiendo en lo profundo de la mancha, uno tras otro en ángulo hacia arriba, eso haría que el agua cayera hacia adentro del jagüel. Pero todavía no llegaban a la vertiente principal.

Después de la arcilla, vino la greda, y después más piedras sueltas. Había días que faltaba el oxígeno en lo profundo del pozo y debían echar agua antes de bajar. Este truco sencillo le permitía respirar aire fresco.

Carlitos desde arriba, solo veía oscuridad, echado de panza sobre el borde trataba de que su padre no quedase a oscuras y alumbraba con el espejo. Atormentado por el sol, no aflojaba, su papá estaba allá abajo y él tenía que seguir atento.

Setenta y dos días. Segundo empezó a palear tierra húmeda. Esa tarde cuando midió, ciento diez metros marcó la plomada. El día siguiente, sacó barro y, un poco más profundo, lodo húmedo, la tierra le estaba permitiendo llegar al agua. Volvieron contentos hacia la casa esa tardecita.

Setenta y tres días. El agua había aflorado, el piso estaba lleno de líquido, apenas treinta centímetros. Todavía no era suficiente. Volvió a usar la lata, pero esta vez, para sacar el agua del pozo. Lata y pelota de cuero para poder desagotar. Aunque estuvo toda la mañana, a la tarde le permitió seguir bajando. Un metro más, la vertiente estaba cerca. Un metro más y el agua surgiría. Un metro más y habría llegado.

Setenta y cuatro días. Tiró la plomada y midió tres metros de agua. Habían llegado, el agua era buena y abundante. El jagüel le permitiría criar los chivos y hasta alguna vaca. La vida se abría en forma de pozo oscuro y profundo.

Antes de irse tiraron la plomada por última vez.

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